Llevaba vagando de un cubo de basura a otro más de tres lunas, intentando echarme a la boca un mal trozo de pan duro. Las primeras luces del día asomaban en el horizonte, un sonido ronco de motor de coche me puso en alerta. Yo dormía en el parque, debajo del gran árbol que se había convertido en mi casa desde que me abandonaron en aquel pueblo desconocido para mí. Aquello me partió el corazón. Desde entonces, cada vez que escuchaba el sonido de un motor creía que volvían a recogerme.
El sonido no me era familiar y cuando las luces dejaron de deslumbrarme, me llevé otra desilusión, había perdido la cuenta, agaché las orejas y cerré de nuevo los párpados. Al poco, escuché unas pisadas que se iban acercando, abrí los ojos y comencé a mover el rabo como antaño. Una mano cálida, recién salida de un guante de lana, me acariciaba el cuello sin temor, al tiempo que una voz limpia decía – Buen chico, buen chico… –.
Me puse a dos patas, apoyé las delanteras en el pecho de aquel desconocido y comencé a darle lengüetazos en la cara. Era mi mejor manera de devolverle aquella caricia sincera que llevaba tanto tiempo sin recibir.
– ¿Cómo te llamas, chico?
Rocky, le contesté, aunque mi nuevo amigo desconocido sólo escuchaba mis ladridos.
– ¿Pero qué haces aquí con la helada que está cayendo? ¿Y tú amo? ¿Y tú casa?
– Eso mismo me pregunto yo – y mis ladridos se hicieron más fuertes y seguidos.
– Schiiiiii…calla hombre, que vas a despertar al vecindario.
– Pobre animal – pensó Pedro en voz alta.
Inmediatamente, dejé de ladrar y me quedé mirando a sus ojos que estaban como perdidos en la fría noche.
Transcurrió un tiempo lleno de silencio que se me hizo eterno. Pedro, pensativo, me volvió a acariciar y se marchó andando, su coche quedó aparcado. Yo regresé al cobijo del gran árbol, al calor de su tronco.
El día transcurrió como todos los días desde que llevaba en aquel pueblo, de aquí para allá buscando comida. Calle arriba, calle abajo. Escapando de algún que otro escobazo en la puerta de las casas a las que me había acercado demasiado por sus embriagadores aromas de mediodía.
Pedro llegó al amanecer y volvió de noche.
– Como siga allí me lo llevo a casa – rumiaba Pedro mientras se acercaba al coche.
Y allí estaba, en mi tronco desde hacía más de tres lunas.
Pedro me lanzó un silbido, yo acudí a su llamada raudo, y me abrió la puerta trasera del todo terreno. No tenía nada que perder, di un salto y el motor se puso en marcha.
Me pasé todo el trayecto con el hocico pegado al cristal de la ventanilla, intentando reconocer el paisaje a través de la neblina de mi propio vaho al respirar.
Nunca imaginé lo que iba a descubrir en casa de Pedro. Al abrirse la puerta de aquella casa, dos mujeres salieron a nuestro encuentro.
– Mira lo que traigo – anunció Pedro con incertidumbre.
Marta me miró con cara de asombro y compasión a la vez. Yo le devolví unos ojos tristes. Marta esbozó una sonrisa y se acarició la barriga, lucía un embarazo avanzado y espléndido.
No sabía bien como actuar, y fue ella la que, con su pelo dorado y su mirada tierna, me invitó a pasar, a jugar, a iniciar una nueva vida. En cuanto me vio aparecer por la puerta, Yoga, una bonita Labrador Retriever, inició un agitado movimiento de rabo y una loca carrera por todo el jardín. Tras un par de vueltas por ese frenético recorrido, se acercó a mí. Su hocico negro casi rozó el mío. Hizo ademán de seguir con su carrera, pero al ver que no la acompañaba, se volvió y me miró con unos ojos llenos de ternura, como diciéndome ven, no tengas miedo, aquí estás a salvo, corre junto a mí.
Y allí estábamos los dos, corriendo como locos, Yoga delante, yo detrás, siguiéndola como podía, saltando, esquivando cuantos obstáculos aparecían mientras recorríamos el jardín una y otra vez.
Pedro y Marta sonreían como espectadores de la improvisada carrera.
– Parece que hacen buenas migas– dijo Pedro sin perder detalle de nuestra marcha.
– Ya lo creo, ya – contestó Marta, mirándolo con cierto reproche socarrón.
***
Esta noche hace el mismo frío, tal vez más, que la noche en que Pedro me recogió de la calle. El cielo está lleno de estrellas que no paran de brillar. Abajo, las luces de la ciudad dormida. Estoy hecho un ovillo encima de esta piedra negra, la cola sobre el hocico para no perder calor, que mantengo sin problema gracias a mi abundante pelo de Husky. La nieve, dura y blanca, nos rodea. A unos pocos metros está Pedro, durmiendo con sus compañeros de montaña en las tiendas naranjas.
Llegamos una hora antes del atardecer. Los montañeros pertrechados con grandes mochilas cargadas con todo el equipo necesario para pernoctar y realizar, al día siguiente, un recorrido de alpinismo, como ellos dicen. Hemos caminado unas cinco horas hasta llegar a la base de la arista del Cartujo. Son seis en total, seis y yo, claro. Seis humanos y un perro que descansan después de la marcha; después de montar las tiendas; después de preparar el material para mañana; después de la suculenta merienda-cena; después de disfrutar de un atardecer mágico. Bueno, descansan ellos, porque yo estoy a duermevela, con un ojo abierto y el otro cerrado, oído y olfato avizor, por si se acerca algún astuto zorro en busca de comida. Ya les he dado un buen susto a dos de ellos, nos hemos pegado sendas carreras a través de la nieve en dirección a un collado que es su escape natural en esta zona de la Sierra. Es divertido correr zorros, y así entro en calor en esta noche gélida de febrero. Si mi experiencia no me falla, ya no volverán a aparecer. Se habrá corrido la voz entre los zorros de que Moro anda por aquí, somos viejos conocidos. Moro, me llamo Moro…
***
¿Qué pretendía aquel señor de bata blanca subiéndome a aquella mesa de acero inoxidable?
De no haberme acompañado Yoga, Pedro y Marta, hubiera estado mucho más nervioso y preocupado de lo que me encontraba. Yoga me miró y lanzó un par de ladridos – No pasa nada, es Jorge, el veterinario de la familia, algo peculiar pero buena gente – Las palabras de Yoga terminaron por tranquilizarme.
Jorge me tocó por todas partes, inspeccionó mis oídos, mi boca, mis ojos, mi dentadura. Terminó con un extraño aparato alargado y blanco en su mano derecha que pasó cerca de mi cabeza y cuello.
– Lo que esperaba, este perro no tiene microchip, está abandonado – espetó Jorge, mirando a Pedro y Marta que a su vez hacían lo mismo entre ellos.
– Y tan abandonado – ladré yo, mientras los miraba a los tres con la boca abierta, la lengua fuera y la respiración algo acelerada por la emoción del momento.
– No debe pasar del año, podría decirse que es cachorro todavía, aunque le queda poco para dejar de serlo.
– ¿Cachorro, Jorge? – preguntó Marta sorprendida.
– Ya, ya sé que por su tamaño nadie diría que es un cachorro, pero sus dientes y su cuerpo lo delatan – contestó el veterinario, al tiempo que me subía el labio superior y mostraba a Marta mis espléndidos colmillos blancos.
– Parece un Husky, ¿verdad?
– Husky y tal vez mezcla con Mastín, Pedro.
– ¿Y esa mancha blanca que tiene en el ojo izquierdo? Es como una nube – proclamó Marta señalándome el ojo.
– ¡Ah, eso…! no es nada, una despigmentación natural.
Jorge se dirigió a su mesa. Pedro y Marta se sentaron al otro lado. Y yo me quedé allí arriba, de pie sobre el frío acero inoxidable.
– Entonces, ¿qué vais a hacer, os lo quedáis o lo enviamos a la protectora de animales?
Pedro y Marta se miraron. Jorge, el veterinario, me miró. Yoga y yo cruzamos una mirada cómplice y nerviosa. Hubo un silencio que se me hizo infinito.
– Marta, tú tienes decides – apuntó Pedro con un tono solemne que acrecentó la tensión.
Marta se giró en busca de mis ojos y perdió los suyos a través de la mancha blanca.
– Qué le vamos a hacer – respondió, intentando aparentar una resignación que su alegría desenmascaró al instante.
Jorge, con presteza, comenzó a teclear datos en el ordenador y rellenó a mano mi cartilla identificativa.
– ¿Habéis pensado en el nombre?
Tras un breve silencio, interrumpido por mis ladridos, que Yoga acalló con los suyos diciendo que por mucho que me esforzara no iban a entender que yo ya tenía un nombre, Pedro manifestó – Moro, se llamará Moro.
De vuelta en el todo terreno, desconcertado con mi nuevo nombre, mi chip en el cuello, una flamante cartilla, tarjeta identificativa y algo dolorido y aturdido por alguna que otra vacuna, Marta preguntó a Pedro con extrañeza – ¿Moro?
– Moro, sí Marta, Moro, porque entre su árbol y nuestra casa sólo nos separaba el Puerto del Suspiro del Moro.
***
Comienzan a despuntar las primeras luces del día. Pronto Pedro y sus compañeros se despertarán. Yo hace un rato que llevo rastreando la zona en busca de olores nuevos y marcando mi territorio hasta que volvamos a la ciudad. El frío ahora muerde con más ímpetu. Mis pisadas crujen sobre la nieve, me dirijo a la piedra donde he pasado la noche vigilante, todavía conserva algo de calor, y me siento sobre ella con las patas delanteras juntas y extendidas. Instintivamente, mi mirada se dirige al Pico del Veleta, el sol saldrá por allí, por eso que Pedro llama el Este y que yo conozco, como otras tantas cosas, gracias al legado de mi hermano el lobo. Sierra Nevada se despierta un día más, el viento del amanecer acaricia mi pelo, y me dejo llevar por las luces del alba y mis recuerdos…
***
Las primeras semanas en casa de Marta y Pedro fueron algo complicadas, sobre todo para mí, imagino que también para ellos.
Tuve que aprender que una escoba no servía sólo para estrellarse en mi lomo, y que debía superar el pánico porque mis nuevos dueños no me iban a hacer daño con ella…
– Marta ven, mira lo que ha pasado. Acabo de coger la escoba y Moro se ha tirado al suelo y se lo ha hecho encima.
– Pobrecillo, parece que le han pegado más de una vez.
Ese día Marta me limpió y me acarició el cuello con ternura, nunca podré agradecérselo lo suficiente.
Tuve que aprender que ya no era necesario robar comida para comer…
– ¿Pedro, has visto la tripa de chorizo que acabo de dejar encima de la mesa de la cocina?
– Yo no, pero pregúntale a Moro, que está allí al fondo del jardín, debajo del tilo, royendo no sé qué encantado de la vida.
Tuve que aprender que una puerta abierta no era una vía desesperada de escape, que aquella puerta era la entrada a mi nueva casa y no la salida obligada a la calle.
En esos días de incertidumbres, Yoga siempre estuvo a mi lado, guiándome, ayudando, contándome historias. En cierta ocasión, se acercó cuando estaba tumbado plácidamente, con el estómago lleno, tomando el sol sobre el césped – cómo había cambiado mi vida – y me susurró al oído.
– Moro, ven, sígueme, te voy a enseñar algo que todavía no conoces.
Comenzamos a subir la escalera de caracol que se encontraba en el jardín al lado de la puerta de la cocina. Yoga subía con agilidad, se notaba que tenía práctica, yo, sin embargo, lo hacía con la torpeza de la primera vez.
Al llegar arriba, Yoga, de un salto, se sentó en el banco corrido de pizarra negra.
– Venga, tontorrón, ponte a mi lado – dijo con algo de burla en sus ladridos.
Y de repente, tuve una visión mágica, llena de luz. Justo enfrente de nosotros emergían unas montañas altas, gigantes, blancas, blanquísimas.
– Yoga, ¿qué es aquello? – pregunté nervioso sin parar de mover el rabo.
– Sierra Nevada, Moro, Sierra Nevada – me contestó satisfecha, porque sabía perfectamente el efecto que iba a tener en mí aquel descubrimiento.
Quedé atónito ante semejante espectáculo y me sentí atraído de inmediato por aquel lugar. Un profundo aullido, que ni yo mismo sabía que tuviera, salió de mi garganta, de mis entrañas.
Pasamos toda la tarde allí, en el mirador de Marta y Pedro, que ahora también era nuestro. Yoga me contó historias de Sierra Nevada. Historias de Pedro y ella; de montañeros, de cabras monteses y zorros; de cascadas, lagunas y acequias; de hielo y nieve y roca. Historias de lunas llenas y atardeceres mágicos; de soles rojos y luces naranjas y rosas; de cielos azules, negros y grises; de águilas, de pájaros y de insectos; de viento y estrellas. Historias blancas que despertaron en mi fuero interno una voz salvaje que nunca antes había escuchado. Era la llamada de la montaña blanca, de la nieve y el frío. Era la voz atávica de mis ancestros los lobos.
– ¿Cuándo iremos, Yoga, cuándo? – le pregunté lleno de ilusión.
– Pronto, Moro, muy pronto. Pedro siente pasión por esas montañas, por todas las montañas, y seguro que en breve lo acompañaremos en su próxima excursión.
***
Recortadas en el horizonte, veo dos cabras montés sobre una loma nevada. Son las mismas, o eso creo, que ayer nos observaban cuando llegamos a la base de la arista. Una es el viejo macho que Pedro conoce bien. Más de una vez le he escuchado contar la historia a sus compañeros de montaña de cómo se lo ha ido topando por estos territorios, los del Pico Cartujo. Siempre comienza igual el relato – Estos son los dominios de un viejo macho montés y sus tierras el señorío del Cartujo…– para narrar sus encuentros con el macho, fugaces y mágicos. La primera vez fue en verano. La base de la arista se convierte en un auténtico caos de bloques cuando la nieve se retira. Pedro iba sólo, y se encontraba entretenido sorteando esos gigantes de piedra, cuando rodeó uno y allí estaba el macho, solitario también. Cruzaron la mirada, la mantuvieron frente a frente, separados un par de metros escasos. Según cuenta Pedro, en ese instante perdió la noción del tiempo y el espacio. El universo se hallaba concentrado en los ojos de un viejo macho montés con unas cuernas únicas. Luego, el macho continuó su camino y él el suyo… Y prosigue con aquella ocasión que, sentado en la orilla del Lagunillo Misterioso, apareció de nuevo el viejo macho montés, tranquilo, digno, luciendo como siempre su magnífica cornamenta, y bebió de sus cristalinas aguas para luego marcharse por los borreguiles verdes.
Pedro acaba de sacar la cabeza por el avance de la tienda de campaña naranja, mira arriba, a un lado y a otro para cerciorarse de que el tiempo es bueno y pueden emprender la actividad del día, la arista del Cartujo. Termina de descorrer la cremallera de la tienda, con la cara somnolienta se coloca las botas, acartonadas por las bajas temperaturas de la noche, y se aventura a salir fuera del calor de su saco de dormir.
– Hace un frío que pela – masculla Pedro mientras se pone el gorro de lana en la cabeza.
El día promete una buena jornada de montaña. El cielo viste un azul limpio. No hay viento, sólo los aires del amanecer, como suele decir Pedro.
– ¡Montañeros del mundo, despertaos! – grita bien alto Pedro con una sonrisa de oreja a oreja, consciente de que va a importunar los dulces sueños de sus compañeros. – ¡Montañeros del mundo, despertaos! – vuelve a gritar más alto aún por si todavía no han captado la indirecta. – ¡Montañeros del mundo, des…!
– ¡Vale, vale, vale Pedro, que ya nos hemos enterado! – surge del interior de una de las tiendas de campaña naranja antes de que Pedro termine su frase preferida para despertar a la tropa.
– Mira que es “pesao” el tío – sale de la otra tienda.
Pedro, que está terminando de ajustarse la segunda polaina, no puede evitar esbozar una leve sonrisa.
Todavía no alcanzo a entender como los humanos necesitan tantas cosas para ir a la montaña. A lo largo de los años me he ido familiarizando con estos objetos y sus nombres, pero al principio no salía de mi asombro. Aunque cada cierto tiempo, aparece alguna novedad que el montañero en cuestión muestra con orgullo para regocijo del resto. La lista sería interminable, entre otros elementos, llevan algo parecido a un capullo de gusano de seda donde se meten dentro para dormir. Una especie de cristales de colores que se ponen sobre los ojos cuando el sol aprieta. En sus pies se colocan unos artilugios que me recuerdan las patas de un elefante, y debajo, una suerte de pinchos tan afilados como los dientes del tiburón. La primera vez que me pisaron con uno de esos dientes de hierro, un rayo cargado de dolor atravesó mi pata y la nieve se tiñó de rojo, y aprendí que no dejaría que ocurriera de nuevo. También utilizan un palo en cada mano que van clavando en la tierra o la nieve conforme avanzan por el terreno. Y a veces, usan larguísimas serpientes de colores, como si fueran lianas de la selva tropical, acompañadas por sonidos de cascabeles y cencerros de vacas que llevan colgados de la cintura en unos correajes. Media cáscara gigante de nuez encima de la cabeza. Algo lechoso y pastoso, con apariencia de savia de hoja de higuera, sobre la cara y la nariz. Y todo esto, y mucho más o menos, dependiendo de la ocasión y la montaña, va metido en una variedad de joroba de camello que utilizan para trasportar todo los artilugios cual caracoles modernos.
Pedro coloca la cuerda amarilla sobre la mochila y la fija con las cinchas laterales. Comprueba la sujeción de sus crampones. Una vez erguido, se dirige, correa en mano, hacia mí. Esto me huele a que hoy toca quedarse en el campamento. Me rodea el cuello con la correa. Me mira a los ojos como diciendo – Moro, hoy no puedes acompañarme. No es un lugar adecuado para ti, y sabes que no me gusta ponerte en peligro. Te vas a quedar aquí esperando hasta que regrese y te vas a portar bien – y me conduce hasta Rafa que será el encargado de custodiarme hasta que vuelvan Félix, Pepe y él.
Ladro con desesperación, los tres montañeros se van perdiendo por un corredor de entrada que da acceso a la arista hasta que desaparecen. En silencio, me tumbo triste por no poder acompañar a Pedro, y con la mirada clavada en el corredor, evoco la primera vez que pisé la nieve de Sierra Nevada junto a Yoga y Pedro.
***
Yoga y yo dormíamos dentro de la casa, en el rellano de entrada al pie de las escaleras que dan acceso a la segunda planta. Aquella mañana, Yoga, al oír las pisadas de Pedro sobre los escalones, se levantó con un brío distinto al resto de las otras mañanas. Movía el rabo sin parar.
– Moro, hoy es el día, ¡nos vamos a la Sierra!
– ¿Cómo lo sabes? – le pregunté con extrañeza.
– ¿No lo has notado?
– ¿El qué?
– ¿Sus pisadas?
– ¿Sus pisadas?, como todas las mañanas, ¿no?
– Con el tiempo aprenderás a distinguirlas. Cuando Pedro va a la montaña, baja las escaleras con otra alegría, con otra energía muy distinta a los días de acudir al trabajo o a otros menesteres – me explicó Yoga.
Al cabo de media hora, me encontraba en el maletero del todo terreno de Pedro, con Yoga al lado y rodeado de una mochila, unos esquís, un par de bastones y unas botas de plástico color verde lima. Luego, pasado un tiempo, abandonamos la carretera para adentrarnos en una pista de tierra. No quería perderme ni un detalle de aquella primera excursión, así que viajé durante todo el trayecto con el hocico pegado al cristal de la ventanilla trasera, igual que el día que Pedro me recogió de la calle.
– Es el carril de Nigüelas, vamos al Pico del Caballo – indicó Yoga tumbada en el maletero.
– No me digas que, aparte de distinguir el tipo de pisadas de Pedro, también reconoces los carriles sin verlos.
– Pronto tú sabrás hacerlo también, no es tan difícil como te parece ahora. No hay dos pisadas ni dos carriles que suenen igual.
No sé cuantos baches después, el motor del coche se detuvo, la puerta del maletero se abrió y Yoga salió disparada ladrando con energía – Sígueme Moro, ven, corre, ¡aprisa! –. Me escapé del maletero como pude, arrastrando conmigo la mochila que se me había enredado en una pata, y acudí a la llamada de Yoga.
Todo a nuestro alrededor era nieve. Todo lucía un blanco inmaculado. Y Yoga y yo nos dedicamos a dejar nuestras huellas por los alrededores del coche. Saltábamos y corríamos entre mordisco y mordisco de felicidad. Yo no paraba de revolcarme por la nieve para sentir su textura, su frialdad, que para mí era como una caricia cálida y suave. Sabía a pureza y olía a libertad…
Si la visión de Sierra Nevada desde el mirador de la casa me había despertado instintos ocultos, el contacto directo con ella los había acrecentado. Me sentí un perro nuevo, indómito y salvaje. Un lobo de las nieves en un territorio por explorar. El macho alfa de la manada.
Pedro inició la marcha deslizándose con sus esquís por la nieve. Yoga lo seguía tras las huellas paralelas. Y yo, que debería haber hecho lo propio, no pude resistirme a la llamada de la montaña, y me adelanté a mis compañeros en una carrera desenfrenada. En pocos minutos los perdí de vista. Mi único afán era subir, subir, subir… En solitario, en aquella inmensidad blanca, rodeado por el silencio majestuoso de las montañas que sólo rompía el latir acelerado de mi corazón salvaje, era un perro libre como mis hermanos los lobos. Fuerte y seguro. Vital.
Llegado a un collado, tenía la respiración tan agitada y el corazón tan excitado, que fue necesario detenerse. Jadeando como nunca, cansado pero feliz, admiré el paisaje. Tenía la certeza de que había retornado a mis orígenes. A lo lejos, vislumbré a Yoga y a Pedro que me llamaban. Una con ladridos, el otro chiflando. Salí como un galgo en su busca.
Toda la subida al Pico del Caballo transcurrió como una repetición de la salida: escapadas desenfrenadas y vueltas alegres al grupo. Cuando conseguía mantenerme en el orden de la fila, Yoga se encargaba de romperlo y sonsacarme con mordiscos y jugueteos varios. A veces, al salir disparado en busca de nuevos descubrimientos, Yoga me acompañaba, pero, alcanzado el último contacto visual con Pedro, se detenía en seco y regresaba por nuestras huellas para estar junto a él. Llegaba moviendo la cola, y Pedro la recibía con una caricia y un golpe suave en el lomo.
Según Pedro, estábamos en la cumbre del Pico del Caballo, el tres mil más meridional de Sierra Nevada. Jamás olvidaré la visión que contemplé desde aquella altura. Montañas nevadas, valles blancos, un nuevo mundo por explorar. Mi nuevo mundo blanco…
***
Continúo con los ojos clavados en el pequeño corredor blanco por donde media hora antes han desaparecido Pedro, Félix y Pepe. Yoga hace unos meses que ya no nos acompaña a la montaña, y ahora soy yo quien debe seguir a Pedro a toda costa. Se lo prometí a Yoga. Animado por ese juramento y aquellos recuerdos primigenios, y aprovechando un despiste de mi guardián Rafa, me escapo. Salgo a toda velocidad del campamento con la correa colgando del cuello. Corono el corredor en menos tiempo del que imaginaba. La nieve se encuentra en buenas condiciones, y sin hielo, mi peor enemigo. Las huellas de los tres montañeros se distinguen a la perfección, será fácil seguirlos. Progreso con cautela porque el terreno así lo exige, pero también porque no quiero que me descubra Pedro tras haberme fugado, sé que se enfadará conmigo, aunque por poco tiempo, como siempre le ocurre después de alguna de mis trastadas.
La arista se complica, por fortuna mis almohadillas agarran bien. Sigo avanzando por pasos de roca y nieve, con medias laderas que obligan a emplearse a fondo. Trepo por una loma de nieve empinada que consigo superar con esfuerzo gracias a las huellas de los montañeros. Arriba, alcanzo con la vista a Pedro y sus compañeros evolucionando a través de la nieve del Cartujo. Escondido detrás de una gran roca que huele a zorro, dejo que los tres montañeros prosigan, así mantengo la distancia sin ser descubierto. Su visión me anima a seguir en el empeño, aunque el instinto me alerta de lo contrario.
Marco la roca con una meada generosa, reanudo la marcha y pego el primer resbalón. He apoyado las patas traseras sobre unas piedras poco estables que se precipitan montaña abajo. El ruido de su caída, amplificado por la de otras piedras arrastradas por las primeras, retumba en mi cabeza y se instala en el corazón, que palpita acelerado. La cosa se pone fea, pero la imagen de Yoga me fuerza a seguir. Una media ladera sombría se aparece ante mis temerosas pupilas. Me detengo, con el hocico hacia arriba olisqueo el aire, que huele a silencio negro, y veo el cielo. Ya no es azul, un gris plomizo cae sobro mi lomo. Sin convicción, me voy adentrando en ella, y el miedo se va apoderando de mí como si de un rebaño de ovejas acosadas por lobos se tratara. Con pasos inseguros avanzo. La nieve dura se convierte en hielo. Las almohadillas ya no pueden más, mis uñas se clavan en un intento desesperado para no patinar. En un dudoso equilibrio, me quedo paralizado. Estoy en mitad de ninguna parte a punto de precipitarme por una ladera de hielo transparente como el cristal, y no hay manera de evitarlo. Se me vienen a la cabeza los mismos sentimientos de soledad y abandono del día en que mis antiguos dueños me dejaron en el pueblo desconocido, el del gran árbol, pero aquí no hay un tronco que me dé calor y tengo frío.
Desesperado, busco en mi interior un ladrido que no tengo. Ha de salir, como sea. Reúno las pocas fuerzas que el miedo no me ha robado y ladro, ladro como puedo. Y Pedro me oye y, a lo lejos, se gira y me ve.
– ¡Félix, Pepe, mirad para atrás! – grita Pedro, que va algo adelantado a sus compañeros filmando con su cámara la actividad.
– ¡Moro! – exclaman sorprendidos los dos montañeros.
– Se ha vuelto a escapar, y trae ¡el collar colgando! Seguid vosotros y ahora os alcanzo. Voy a sacar a ese salvaje de donde se ha metido, realmente debe estar asustado si se ha parado allí. Esa ladera cuesta trabajo pasarla con crampones, ¿cómo habrá llegado hasta ese punto? Este Moro no deja de sorprenderme, pero realmente está en peligro…
Sigo con frío, mucho frío. Pedro no puede tardar, lo he visto retroceder, aunque ha desaparecido en uno de los sube y baja de la arista. Casi tumbado, con las orejas gachas y tembloroso, estoy a la espera de que suceda lo inevitable.
– Tranquilo, no tengas miedo, Moro – oigo, súbitamente, detrás de mí.
Me giro, intentando no perder el precario equilibrio, y no doy crédito a lo que mis ojos ven. El viejo macho montés avanza, majestuoso, a mi encuentro.
– Te llevo siguiendo un buen rato, y me temía que algo así iba a ocurrir. Este no es sitio para un perro, casi ni para las cabras. Venga, levántate y sigue mis pasos sin temor, pronto estarás a salvo – me dice mientras me ayuda a incorporarme con uno de sus cuernos metido debajo de mi pecho.
Yo, que todavía no salgo del asombro, le doy las gracias, avergonzado por la situación que he provocado, y me prometo que no volverá a ocurrir otra vez.
De cerca, el viejo macho montés es aún más imponente, y su majestuosidad, aparte de la gran cornamenta, se acrecienta con la sabiduría y hondura que destila su mirada. Inicia con calma la marcha, y me invita con un movimiento de cabeza a seguirle. Sus pisadas, seguras y fuertes, van rompiendo el hielo. Me limito a seguir su huella, que traza con un conocimiento del terreno que sólo los años pueden dar.
Pedro alcanza un punto desde donde vuelve a verme. Probablemente, esperaría encontrarme asustado, estremecido y paralizado del miedo, pero nunca hubiera imaginado la estampa que halla. El viejo macho montés guiándome por el mejor paso para salir del peligro.
– Si me lo contaran no lo creería, un macho montés abriendo huella a un perro – dice para sus adentros Pedro. Y embelesado por la escena, repite en voz queda – Estos son los dominios de un viejo macho montés y sus tierras el señorío del Cartujo… –.
De nuevo en el campamento, el día concluye. Al final, la jornada montañera ha transcurrido bien. Todos en la cumbre del Pico Cartujo, y yo más feliz de lo normal, claro.
Ahora disfruto del atardecer en Sierra Nevada. El cielo parece fuego. El sol se pone en el horizonte. La luz se torna mágica. Pedro se encuentra a mi lado. Me acaricia el cuello. Estamos sobre una gran piedra negra, los dos como buscando el infinito. Y Pedro, en el hechizo del ocaso, pone voz a sus pensamientos.
– Moro, hoy he visto como el viejo macho montés te ayudaba a salir del aprieto, una imagen inolvidable. La primera vez que me encontré con esa cabra era verano, venía solo, no por capricho sino por necesidad. Quería reencontrarme con mi hermano montañero, con su espíritu. Hacía unos meses, cuando aún las nieves lo cubrían todo, que había dibujado sobre el frío blanco un círculo negro con sus cenizas, y volvía en su busca…y descubrí en un recodo de la Sierra a este viejo macho montés. Y hoy te ha salvado. Yo perdí a mi hermano Jose antes de encontrarte en la calle. Y tú has perdido a tu hermana Yoga hace tan sólo unos meses.
Pedro me mira, busca la mancha blanca de mi ojo y se pierde a través de ella en un mar agitado de recuerdos, y los dos navegamos en el velero de la memoria…
***
Yoga nunca vio en mí a un posible pretendiente, yo, sin embargo, no podía quedarme ajeno a sus encantos de Labradora, sobre todo cuando la Retriever pasaba el celo. El instinto mandaba, y mi único objetivo en esos días era aparearme con ella y perpetuar la especie. Pero Yoga nunca se dejó, y mira que lo intenté. Pedro y Marta, para poner tierra de por medio entre los dos, subían a Yoga al dormitorio de la segunda planta. Llegué a encaramarme al tejado para asomar el hocico por la ventana en busca de mi amada canina. De no haber sido por la reja que nos separaba, otro gallo hubiera cantando.
Después de tres celos, acepté las calabazas de Yoga, y nuestra relación de amor se basó en lo que Yoga quiso que fuera: la de unos auténticos hermanos. Y así fue. Jugábamos, ladrábamos, corríamos, excavábamos juntos, y hasta dormíamos cabeza con cabeza, o uno echado encima del otro, casi siempre Yoga sobre mi lomo.
Jesusillo, el cachorro de Pedro y Marta, que aún estaba en su barriga el día que aparecí en el jardín y cruzamos las miradas, tenía ya dos primaveras y media. Sus ojos azules inundaron de alegría la casa. Quería ser uno más en nuestros juegos. A veces, cargaba con un golpe de rabo, o un empujón a destiempo de Yoga o mío, por intentar meterse entre los dos. Un día, Jesusillo jugaba con Yoga y la goma, el juguete preferido de mi hermana, – le encantaba que se la lanzaran y luego, una vez en su boca, que se la quitaran oponiendo ella cierta resistencia. Yo disfrutaba observando el juego, y en ocasiones me gustaba meterme en medio y robarle la goma a Yoga, que me perseguía enrabietada – Yoga tiraba de ella, que sostenía con aplomo Jesusillo, cuando la soltó de repente y se fue cabizbaja en mi busca.
– Moro – me dijo con cara triste – desde hace unas semanas no me encuentro bien, me ha salido un bulto en el cielo de la boca que cada vez está más grande.
Las semanas y los meses siguientes fueron un suplicio, sobre todo para ella. Pedro y Marta, junto con Jorge, el veterinario de la familia, intentaron curar a Yoga por todos los medios.
Yoga salía con Pedro, y al cabo de las horas volvía aturdida y con mala cara. Me contaba que Jorge le había puesto no sé qué líquidos, o que le había operado o que la había dado tal pastilla. Pero todo eran esfuerzos infructuosos. Al cabo de unas semanas, el bulto rebrotaba y Yoga volvía a tener problemas para comer y tragar. Los ataques de tos eran más frecuentes y virulentos.
Hasta que un frío día de otoño Yoga se fue y no volvió más.
A Jesusillo le contaron que se había ido a vivir a los pinos de las montañas cercanas de casa.
A mí no tuvieron que contarme nada, Yoga me lo reveló todo con sus ojos cuando se volvió en el rellano de la puerta la última vez que salió por ella.
***
Creía que un corazón roto no podía volver a romperse, hoy sé que estaba equivocado.
Un escalofrío cruza todo mi cuerpo y me acercó más a Pedro, que, sentado junto a mí, continua pasando su mano por mi cuello. El cielo parece que vaya a salir ardiendo. Un fugaz rojo fuego tiñe la Sierra, que pierde intensidad para dar paso al naranja y, luego, al rosa difuminado. De improviso, entre esas luces tenues y mágicas, un pájaro se posa encima de una roca a lo lejos. Mi instinto cazador me obliga a salir en su busca, pero cuando me hallo a pocos metros, detengo el avance al escuchar la voz de Yoga que sale del pájaro, un acentor alpino, – Moro, sigo viva en tus sueños –.
Pedro, que observa con atención el acontecimiento, percibe, al tiempo que Moro, las palabras del pajarillo pero con la voz de su hermano montañero – Pedro, sigo vivo en tus sueños –.
El último rayo de luz abandona Sierra Nevada y el acentor levanta el vuelo.
Un instante prodigioso que el viejo macho montés, el guardián de los sueños, presencia desde su atalaya en un risco del Cartujo.
Dedicado a todos los perros que sienten pasión por las montañas.
Dedicado a ti, que te fuiste demasiado pronto.
Dedicado a los que sueñan.
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Nota del autor: El guardián de los sueños está inspirado en gran medida en el cortometraje de montaña del mismo nombre que se puede visionar en https://vimeo.com/11049832
El guardián de los sueños de Jesús Labajo Yuste fue relato finalista en la III Edición del Certamen Internacional de Literatura y Arte Montañero Cuentamontes , y está publicado, junto con el relato ganador y el resto de finalistas, en el Libro Cuentamontes 2010. Más información en el siguiente enlace http://www.cuentamontes.com/web/libro-cuentamontes-2010
Si quieres tener este relato en PDF clic aquí El guardián de los sueños
No conocía yo esta faceta. Lo voy a leer de nuevo porque me ha gustado.
María Dolores, pues bienvenida a esta faceta, y gracias por releerlo 🙂
¡Precioso! 🙂 Me ha encantado. Gracias por compartirlo. Un saludo!
Begoña, gracias por leerlo y comentarlo. Ya veo que tienes un blog donde también publicas tus escritos. Habrá que echarle un vistazo 🙂