Las primeras luces del alba intentan abrirse paso tras la gélida noche. El invierno en Güéjar Sierra está siendo más duro de lo acostumbrado, una capa de escarcha helada cubre la hierba. Son las seis de la mañana. José Bolívar abre la puerta de la cuadra, al traspasar el vano la diferencia de temperatura es notable, y aunque es visible el vaho de la respiración del burro que sale por sus ollares, dentro se está a gusto. Majuelo, que así se llama el asno, ha apurado el pesebre que la noche anterior dejó repleto de forraje José. El burro, por las veces que ha cantado el gallo desde su corral, la tenue claridad que entra por la ventana de la cuadra, y las ropas que viste su amo, sabe que empieza una nueva jornada de trabajo.
José se dispone a aparejar al jumento. Levanta con su brazo derecho la albarda y la deja caer en el lomo de la bestia. Coloca con maña el ataharre debajo del rabo de Majuelo. Recoloca de nuevo el aparejo, descuelga de un gancho del techo de la cuadra la cincha y la lanza por encima de la albarda. Ahora viene la parte más complicada para él, apretar la cincha. No ha sido fácil, pero a fuerza de hacerlo día tras día desde los últimos ocho años, ha desarrollado su propia técnica con una mano. Se agacha para coger la cincha que cuelga del lomo y la pasa por debajo de la panza del burro. Erguido de nuevo, y con la cuerda de cáñamo en la mano derecha, se pierde en negros recuerdos mientras pasa el cabo por la tarabita…
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Todavía no habían dado las diez de la mañana y las chicharras comenzaban a cantar, iba a ser otro día de calor en Montillana, el mes de agosto había sido soportable la primera semana, pero esta segunda era otra cosa.
Conrada Muñoz, como cada día, había salido a la calle a barrer la puerta antes de que apretara la calor. Con un barreño lleno de agua baldeaba la acera para que no se levantara el polvo. Lo vació poco a poco salpicando con la mano de aquí para allá y se dirigió a la fuente del patio interior de la casa para llenarlo de nuevo. Cuando el barreño estaba casi repleto de agua fresca llamaron al timbre. Conrada lo dejó en el suelo y se encaminó a ver quién era. No había nadie, pero habían depositado un paquete en el zaguán. Se dispuso a cogerlo, y justo al inclinarse y alargar el brazo, escuchó a sus espaldas – Madre, ¿qué va a hacer? Deje eso en el suelo, ¿no recuerda las advertencias de Dionisio?
Conrada sin volverse dijo – Ay José, tienes razón, lo había olvidado. – Y con la mirada clavada en el paquete leyó en voz alta – “De tu mejor amigo de Murcia”.
José se acercó a su madre – Ya sabe lo que nos dijo Dionisio, que no nos fiemos de ningún paquete y que avisemos a la Guardia Civil si recibimos uno…
Pero hijo – interrumpió Conrada – si tu hermano ya no está destinado en Murcia, lleva más de un año trabajando en la cárcel de Las Palmas. Seguro que este paquete se lo envía su amigo Miguel, ese compañero del que tanto nos hablaba y que compartía el gusto por la lectura con tu hermano. Mira, fíjate – dijo convencida Conrada a su hijo señalando el paquete – tiene toda la pinta de ser un libro.
Conrada se agachó, recogió el paquete del suelo y comenzó a abrirlo.
– Madre, siempre ha sido usted una curiosa.
– Calla ya, José, y tú tan prudente como tu padre que en paz descanse. Ves como no pasa nada…
La explosión se escuchó en toda Montillana.
***
José terminó de cinchar a Majuelo con más fuerza de lo habitual. La rabia se había apoderado de él de nuevo. Rememorar aquel trágico 11 de agosto de 1989 siempre lo llenaba de impotencia y tristeza, pero también de mucho rencor. Nunca podría olvidar aquella conversación con su madre. Nunca podría dejar de recriminarse haberla dejado abrir el paquete. Nunca podría olvidar el sonido de la explosión. Nunca podría borrar de su memoria el cuerpo de su madre ensangrentado e inerte sobre el suelo. Nunca podría olvidar el traslado en ambulancia hasta Granada con su madre sobre una camilla rodeada de un par de médicos intentando mantenerla con vida, y a él sentado a su lado con un torniquete en el brazo derecho a la altura del codo.
– En la vida podré agradecer lo suficiente a mi tía Paca el regalo de esta casa en Güéjar Sierra después de la trágica muerte de mi madre – piensa José con la mirada perdida en el horizonte y gesto melancólico, que pasa su mano por el muñón de lo que le queda de brazo izquierdo, testigo indeleble de aquel drama.
Desde el barrio alto de Güéjar Sierra, las vistas del pueblo y de Sierra Nevada son un auténtico deleite para los ojos y el espíritu. La Sierra luce un luminoso manto blanco de la última nevada, las chimeneas de los hogares respiran el humo del fuego de la leña cortada en el otoño y un ligero viento vespertino trae el aroma del pan recién hecho que todavía está terminando de cocerse en los hornos del lugar.
Pepe el manco, así lo llaman en el pueblo, que disfruta con el frío y los aromas del invierno, tira del ramal de Majuelo, y con un arre seco y decido inicia la marcha dirección a la Plaza Mayor, donde siempre para a tomar el primer café del día y departir un rato con sus paisanos en el bar de la plaza.
– A la paz de Dios, Pepe.
– Buenos días, Fernando. – devuelve Pepe el saludo al tiempo que termina de atar al burro a un árbol de la plaza.
– Manuel, lo de siempre. – dice Pepe casi sin haber entrado por la puerta del bar.
– ¡Marchando un cortado! – exclama con energía desde la barra Manuel el camarero, que pone sobre el platito blanco la taza de café humeante y le pregunta a Pepe – ¿Qué, hoy a donde vamos con Majuelo?
– Tiramos para Maitena, que voy a traerme un par de cargas de leña que me regala Luis el del molino.
– Pues no se entretenga usted mucho que dan agua para el mediodía.
– No será para tanto, Manuel, no será para tanto. – responde Pepe mientras apura el último sorbo de café.- Cóbrame lo mío y lo de aquellos señores. – le dice al camarero poniendo veinte duros con ímpetu sobre la barra.
– ¡Condios señores! – exclama Pepe, que se despide y se encasqueta la gorra de pana sobre la cabeza.
– Que tengas buen día Pepe, y gracias por el café, hombre – le responden los del fondo de la barra.
Cuando Pepe y Majuelo pasan a la altura de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, sus campanas tocan a muerto. Pepe el manco se quita la gorra, la coloca en el pecho, y dice para sus adentros – Descansa en paz y que el Señor te acoja en su seno.
Majuelo, como cada día, se detiene a abrevar en la Fuente de los Berros. Pepe aprovecha la parada para sacar del serón de esparto el viejo transistor que enciende. Están dando el parte de noticias. “Granada vive un amanecer sangriento. Hoy 10 de febrero de 1997 a las siete y cuarto de la mañana, junto a la urbanización Jardín de la Reina, ha estallado un coche bomba cargado con unos 50 kilos de amosal al paso de una furgoneta militar en la que viajaban cinco trabajadores. La explosión acabó con la vida de Domingo Puente, un peluquero de la base aérea de Armilla, de 52 años, con tres hijos y vecino de Güéjar Sierra, que logró salir con vida del vehículo. Dio dos pasos y se desplomó en el suelo ya cadáver…”
De golpe, la explosión ocho años antes del paquete bomba vuelve a retumbar en los oídos de José, y un sinfín de imágenes teñidas por el dolor y la sangre recorren su memoria…
Un grito, que no sale de la garganta sino de lo más hondo de las entrañas, rompe el silencio de la mañana.
– ¡Noooo!, ¿por qué? ¿Por qué otra vez? – grita con desesperación José.
Una lágrima recorre la mejilla del arriero mientras aprieta con su única mano la jáquima de cuero negro del burro, inspira profundamente, retiene el aire por un instante y alza su mirada al frío cielo azul para rogar por el alma de Domingo y dar gracias a Dios por continuar vivo, manco pero vivo y libre.
Majuelo y Pepe el manco se pierden por el camino de la estación hacia Maitena…
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Pepe el manco de Jesús Labajo Yuste fue el relato ganador en categoría adulto del VI Premio Literario Domingo Puente Marín , y está publicado, junto con el relato ganador categoría infantil, en el número 181 de febrero de 2013 de la Revista «Plaza Mayor» del Ayuntamiento de Güéjar Sierra. Más información en el siguiente enlace http://issuu.com/guejarsierra/docs/pm181
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